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El asteroide de Yucatán fue el último clavo en el féretro de los dinosaurios

(Agencia Materia).- El 6 de agosto de 1945, desde un bombardero que volaba en formación junto al Enola Gay, el físico Luis W. Álvarez observó el estallido de la bomba atómica sobre Hiroshima para analizar la explosión. Él mismo había diseñado los detonadores que sirvieron para hacer explotar la bomba de plutonio que arrasó Nagasaki. Era un experto en cataclismos. Años después, en 1980, descubrió junto a su hijo, el geólogo Walter Álvarez, una catástrofe frente a la que la hecatombe japonesa se quedaba diminuta. Hace unos 65 millones de años, un gigantesco objeto (un asteroide o un cometa), de unos diez kilómetros de diámetro, impactó contra la Tierra convirtiéndola en un infierno. A partir de ese momento desaparecieron los fósiles de dinosaurios y de muchas otras especies.

Como en un CSI geológico, los investigadores justificaron su hipótesis por un elemento extraño hallado en la escena del crimen. En la frontera geológica que separa las rocas del Cretácico, el último periodo de los dinosaurios, de las del Terciario, el inicio del esplendor mamífero, Walter encontró una extraña capa de barro de un centímetro de grosor. Por si esto no fuese suficientemente llamativo, en ese manto de barro había unas grandes cantidades de iridio, un elemento muy raro en la Tierra, pero más abundante en asteroides y otros objetos espaciales.

Además, en ese estrato se pudieron encontrar algunos tipos de cuarzo y tektitas, dos minerales que se forman en condiciones de elevadísima temperatura y presión, y depósitos como los que dejan los tsunamis. Todas estas señales se atenuaban con la distancia al lugar en el que se creía que se había estrellado el asteroide, en el cráter de Chicxulub, una hondonada de 180 kilómetros de diámetro excavada en la península mexicana de Yucatán.

El impacto del asteroide parecía probado, pero para determinar con precisión cuál fue su relación con la extinción de los dinosaurios se necesitaba obtener fechas más precisas para la catástrofe. Algunos estudios habían afirmado que el choque se produjo 300.000 años antes de la desaparición de los ancestros de las gallinas, lo que reduciría la importancia del asteroide y dejaría la aniquilación en manos de cambios climáticos o grandes estallidos volcánicos. Ahora, un equipo internacional de investigadores ha logrado determinar, gracias a técnicas de datación radiométrica, que el cataclismo y la extinción ocurrieron al mismo tiempo, hace 66.038.000 años, con un margen de 33.000 años.

Se encontró al culpable, faltan los cómplices

Aunque las pruebas que hoy se publican en la revista Science señalen al gran asteroide-cometa como causante de la masacre, Paul Renne, autor principal del estudio y director del Centro de Geocronología de la Universidad de California en Berkeley, advierte que no fue el único culpable. “El impacto fue el golpe de gracia”, apunta en un comunicado de su institución. Según explica, durante el millón de años previo al cataclismo se produjeron fuertes variaciones climáticas con prolongadas olas de frío de desastrosas consecuencias en un mundo tan caliente como el del Cretácico.

Los estudios geológicos indican además que una de las causas de ese enfriamiento podría haber sido una cadena de erupciones volcánicas en la región del Decán, en la India, que también produjeron la extinción de numerosas especies marinas. Medir con precisión los restos de esos fenómenos permitiría conocer cuándo se produjeron exactamente y cuánto tiempo duraron, una información fundamental para evaluar su papel en el final de los dinosaurios. Tras el estudio que hoy se publica en Science, parece cada vez más claro quién fue el autor material del crimen. Estudios posteriores ayudarán a aclarar quienes fueron los cómplices necesarios.

Un pequeño ancestro de cola peluda
La revista Science publica otro estudio que encaja a la perfección con la teoría del asteroide de Yucatán. En este caso, se trata de un trabajo monumental que ha dibujado hacia atrás el árbol genealógico de los mamíferos hasta recrear al que fuera su ancestro común, un pequeño animal de cola peluda, hasta 245 gramos de peso que comía insectos y que vivía hace 66 millones de años, cuando comenzó la desaparición de casi todos los dinosaurios y los grandes reptiles. Los investigadores se sirvieron de los más completos registros de rasgos genéticos y físicos de una amplísima muestra de mamíferos vivos y de fósiles de todas las épocas para buscar este ancestro común de todos ellos (salvo los marsupiales y los ovíparos). Al cruzar estos datos con secuencias moleculares fueron capaces de retroceder hasta este animal, a partir del que surgirían durante el Cretácico los linajes de los mamíferos placentarios, que emergieron y se diversificaron para ocupar todos aquellos nichos ecológicos que habían quedado vacíos tras la extinción de los dinosaurios.

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